Pasó lo impensable: publiqué una nueva entrada en este blog.
Aunque, siendo justos, ya no era un blog. No en el sentido estricto. Después de 16 años, archivé (casi) todas las entradas anteriores. Ya no tenían razón de ser. Cumplieron su propósito, si es que alguna vez lo tuvieron. Nunca fui una persona que ponderara demasiado el pasado. Sí, existía, era la base de lo que éramos, pero mirar hacia atrás nunca me atrajo. Siempre preferí mirar hacia adelante. O al menos, intentarlo.
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Había pasado tanto desde la última vez que escribí ahí que ya ni recordaba cómo funcionaba la interfaz. Las herramientas habían cambiado, pero eso no importaba. Al final, se sintió como encontrar unos tenis viejos en el fondo del clóset: aún me quedaban, pero sabía que no podría caminar más de una cuadra con ellos. O un post. Tal vez.
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Curiosamente, varias de las últimas entradas habían sido publicadas cerca de mi cumpleaños. Y eso era raro, porque nunca le había dado demasiada importancia a esa fecha. Podría ponerme pretencioso y hablar de ciclos o de ouroboros, pero ya no era esa persona. Por suerte.
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Mientras revisaba esas viejas entradas, veía momentos, personas, relaciones. Y aunque recordaba casi todo, ya no me reconocía en la persona que había sido hace cuatro, seis o diez años. Quiero pensar que es señal de crecimiento. O de evolución. Pero si algo aprendí en todos esos años es que lo único que realmente cambiaba era la forma en la que cometíamos los mismos errores. Una refinación, digamos. Y eso no estaba mal. Cometer errores significa que seguimos intentando. Estirando la mano. Probando. Buscando.
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Cinco minutos escribiendo y ya había caído en viejas muletillas. El uso excesivo de comas, por ejemplo. Contrario a lo atropellado y rápido que suelo hablar en persona. Viejos errores. Viejas costumbres.