sábado, 30 de septiembre de 2023

P.S.

 Pasó lo impensable: publiqué una nueva entrada en este blog.

Aunque, siendo justos, ya no era un blog. No en el sentido estricto. Después de 16 años, archivé (casi) todas las entradas anteriores. Ya no tenían razón de ser. Cumplieron su propósito, si es que alguna vez lo tuvieron. Nunca fui una persona que ponderara demasiado el pasado. Sí, existía, era la base de lo que éramos, pero mirar hacia atrás nunca me atrajo. Siempre preferí mirar hacia adelante. O al menos, intentarlo.

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Había pasado tanto desde la última vez que escribí ahí que ya ni recordaba cómo funcionaba la interfaz. Las herramientas habían cambiado, pero eso no importaba. Al final, se sintió como encontrar unos tenis viejos en el fondo del clóset: aún me quedaban, pero sabía que no podría caminar más de una cuadra con ellos. O un post. Tal vez.

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Curiosamente, varias de las últimas entradas habían sido publicadas cerca de mi cumpleaños. Y eso era raro, porque nunca le había dado demasiada importancia a esa fecha. Podría ponerme pretencioso y hablar de ciclos o de ouroboros, pero ya no era esa persona. Por suerte.

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Mientras revisaba esas viejas entradas, veía momentos, personas, relaciones. Y aunque recordaba casi todo, ya no me reconocía en la persona que había sido hace cuatro, seis o diez años. Quiero pensar que es señal de crecimiento. O de evolución. Pero si algo aprendí en todos esos años es que lo único que realmente cambiaba era la forma en la que cometíamos los mismos errores. Una refinación, digamos. Y eso no estaba mal. Cometer errores significa que seguimos intentando. Estirando la mano. Probando. Buscando.

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Cinco minutos escribiendo y ya había caído en viejas muletillas. El uso excesivo de comas, por ejemplo. Contrario a lo atropellado y rápido que suelo hablar en persona. Viejos errores. Viejas costumbres.

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Revisando las tripas del blog, noté que había alcanzado casi dos millones de visitas. No sé si eso es mucho o poco. Pero fue trabajo honesto. Bueno, tal vez no tan honesto. Y tampoco trabajo. Pero se hizo lo que se pudo con lo que se tenía.

Desde hace unas semanas, he visto a algunas personas regresar —o abrir— espacios de escritura. Quizá eso fermentó esta entrada sin que me diera cuenta. No sabía qué tanto influían las redes y cómo habían cambiado nuestras formas de comunicarnos. Por ejemplo, Twitter -ya moribundo- (lo irónico: fue por Twitter que abandoné el blog en primer lugar). Ouroboros, de nuevo. Instagram ha servido más para interactuar, pero siempre se quedaba en quince segundos. Y la retroalimentación era limitada. Al final, nada como una hoja en blanco para llenarla de obviedades y lugares comunes.

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Me pregunté qué pensaría el idiota que escribió la primera entrada sobre el idiota que escribía esta última. Me gustaría pensar que no se sorprendería demasiado. Al final, el potencial —para bien o para mal— ya estaba ahí. Sólo hacía falta conocer a las personas correctas y salir relativamente ileso de un montón de situaciones en otro montón de años. Era más de lo que uno podía pedir: lanzar un rompecabezas al aire y esperar que las piezas cayeran en orden, formando la imagen correcta.

A veces trataba de imaginar quién sería sin las personas que lo formaron a uno. Un ejercicio inútil, claro, pero interesante. En mi caso, tuve muchísima suerte. Conocí a las personas correctas en el momento justo. Algunas construyeron, otras destruyeron. Algunas me cambiaron para bien. O por lo menos no me dejaron peor. Que ya es bastante.

Si no esperabas nada, todo lo que llegaba era bueno. Podía sonar a filosofía nihilista o pesimista, pero era más bien honesta. Y justa. No le adjudicaba expectativas a nadie. A veces ni a uno mismo.

miércoles, 30 de enero de 2013

Y no encontré nada.

Esta noche tengo el alma como un cenicero público.
Envenenado. Meado encima.
Usado por lo cotidiano, desgastado hasta la última neurona funcional.

No sé en qué momento empezó a ganar la multitud. Esa pinche masa gelatinosa llamada Humanidad. Siempre los sentí cerca, pero nunca los entendí. Hoy creo que finalmente me pasaron por encima. Y ni siquiera dolió. Fue más como cuando un taxi pasa sobre un charco y te empapa el pantalón. Asco, sí. Pero uno se acostumbra.

El problema con ellos —nosotros— es que todo es una copia mala de algo que tampoco valía la pena. Nadie improvisa. Nadie se arriesga a un mal poema o a una conversación incómoda. Todo es seguro, todo es predecible. Todo huele a resaca de domingo sin pasión. No hay milagros, ni una línea mal pronunciada que rompa el libreto. Ni una pizca de rebeldía, ni siquiera de ternura salvaje. Ojos, orejas, piernas, sí. Pero vacíos. Como si las almas las hubieran empeñado en una tienda de empeño emocional y nadie fuera a recogerlas.

Extraño los días donde, aunque igual de jodido, al menos buscaba algo. Vagaba por las calles como un perro sin dueño, husmeando emociones ajenas, queriendo encontrar a alguien que me dijera algo que no supiera, que me tocara un nervio nuevo. Pero no. Sólo encontré neones fundidos y miradas huecas.

Nunca tuve un verdadero amigo. Esa es la neta. Todos fueron reflejos momentáneos, sombras en la banqueta, gente que pasaba y me decía "ya me voy" incluso antes de llegar. Las mujeres… bueno. Al principio había un chispazo. Esa ilusión idiota de que esta vez sí. Esta vez será distinta. Y luego la costumbre. Luego las máscaras. Luego las heridas recicladas.

Dejé de buscar a la mujer perfecta desde muy temprano.
Sólo quería una que no me convirtiera en un fantasma más.
Pero ni eso.






lunes, 28 de enero de 2013

Zombies de la vida real

Me gustan los zombies. Mucho.
He matado miles. En juegos, en libros, en cómics, en sueños.
He sobrevivido a hordas, pandemias, laboratorios secretos y ciudades en ruinas. Y estoy seguro, completamente seguro, que si un día despierto y el mundo se fue al carajo, y los muertos caminan por Reforma o Insurgentes, yo sobrevivo. Con estilo.

Pero eso no es lo que me da miedo.

Lo que de verdad me aterra no son los zombies de carne podrida.

Lo que me da miedo... son los zombies de la vida real.

Y no me refiero a la metáfora vacía que usan para hablar de "gente sin metas".
Me refiero a mis amigos. Mis compas. Los de siempre.
Los que un día eran brillantes, graciosos, sin filtros.
Y de repente... click... se transformaron.

Ahora son... eso.
Una especie rara de muerto viviente con corbata, esposa y cita con el SAT.
Zombies que sólo hablan de trabajo, juntas, "mi vieja" y préstamos para remodelar el baño.

Me gustaría saber cuándo fue que los mordieron.
Porque yo no lo vi venir.
Nadie gritó. Nadie pidió ayuda.
Un día simplemente dejaron de ser quienes eran, y se convirtieron en versiones apagadas de sí mismos.
Zombies godínez.
Zombies con sueldo quincenal.
Zombies con coche familiar, a meses sin intereses.

Y no es envidia.
Ni tampoco odio.
Es... duelo.
Porque perdí amigos. Porque los extraño.
Porque los miro y no están. Están sus cuerpos, pero sus risas, sus ideas, su hambre por vivir… todo eso ya se murió.

Y lo peor es que tengo miedo de ser el siguiente.

Miedo de despertarme un día con una taza de café, feliz de que es primero de mayo y no fui a laborar.
Miedo de emocionarme porque me dieron vales de despensa.
Miedo de que mi máximo placer semanal sea ir a Costco con mi pareja a ver si ya bajó la licuadora.

Tengo pavor de dejar de ser el idiota que aún se siente de 15 años, el que cree que el mundo puede ser algo más que una rutina entre oficina y recibo de luz.
Tal vez por eso no encajo.
Tal vez por eso no me invitan a los bautizos ni a las videollamadas


Así mero

Y no estoy diciendo que todos deberíamos renunciar y volvernos mochileros veganos en Sri Lanka.
Sé que hay que trabajar. Sé que hay que pagar renta.
Pero hay algo que se está perdiendo. Algo valioso.
La rabia. El deseo. El impulso.

Y eso es lo que más miedo me da de este apocalipsis.
Porque, en el de los videojuegos, los zombies te muerden.
Pero en la vida real… te convencen.
Con frases como:
“Es parte de crecer”.
“Ya es hora de madurar”.
“Oye, ¿ya checaste tu Afore?”

Y cuando menos lo piensas… ya estás muerto por dentro.
Pero con seguro de gastos médicos.


Brrrr...

Como escuché una vez a un morrillo gringo en medio de una partida de Left 4 Dead, y con la dignidad que da un rifle de escopeta en mano:

"Killing zombies is my business… and business is fucking good."

lunes, 21 de enero de 2013

Es hoy.

A veces se nos olvida.
Como se te olvida pagar la renta o sacar la basura un martes por la mañana. Se nos olvida que todos estamos en fila. Que la muerte no es un suceso: es una compañera de viaje. Callada. Puntual. Un poco perra, pero elegante.

La mayoría no está lista. No lo estuvo nunca. Ni para la suya ni para la de los otros. La muerte les llega como una notificación que no querían abrir. Les toma por sorpresa, como si no fuera el único spoiler que todos compartimos. Les asusta. Les aterra. Como si la hubieran visto por primera vez.
Yo no.
Yo la llevo en el bolsillo izquierdo, junto al encendedor y las llaves.

A veces la saco. Le hablo. Le digo:


“—Qué onda, nena. ¿Ya merito? Dime con tiempo. ”

Pero no hay respuesta. Sólo esa sonrisa de calavera que tiene. Como quien sabe un secreto y no piensa soltarlo.

La gente anda por ahí creyendo que lo importante es cogerse a alguien, pagar Netflix, tener hijos, tomar fotos en bodas ajenas. Viven como si no estuvieran vivos. Se preocupan más por el plan dental que por su alma. Su vida es una rutina entre dos cafés. Sus cerebros están empacados al vacío, rellenos de ideas prestadas. Dios, patria, dinero, fútbol. Nadie piensa ya. Nadie crea. Nadie baila cuando suena la música buena.

Y cuando llega la muerte —porque siempre llega— lo único que se lleva es polvo. Ya no queda nada que pueda morir.
Y eso sí es una tragedia.

¿Sabes qué odia la muerte?
La risa.
No el sarcasmo. No la burla. No el meme. La risa verdadera. Esa que sale como vómito feliz desde las tripas. Esa la hace temblar. Porque en la risa hay vida. Y valentía.

Hace semanas que no me río.
Algo me roe. No lo veo. No sé si es él o ella. Pero sé que anda cerca. Es el Cazador. No hace ruido, pero ya me está cercando.

Entonces escribo.
Saco a la muerte del bolsillo, la lanzo como pelota contra la pared y la agarro de regreso. Es mi forma de recordarle que sigo aquí. Que estoy peleando. Que aún tengo tinta. Aún tengo furia.
Y mientras eso dure…
Que se joda la muerte.

Es hoy.
Y es hoy.
Y es hoy.

viernes, 16 de diciembre de 2011

Sin principios ni fines

Leí este blog de principio a fin. Todo. Entrada por entrada. Línea por línea. Como quien se encuentra una caja con cartas viejas, garabateadas por un yo que ya no soy, pero que me sigue respirando en la nuca cuando cae la noche.

Y ¿saben? Es raro. Rarísimo. Como ver un video casero donde tú eres el protagonista, pero no recuerdas haberlo filmado. Algunas cosas las leo y me digo: “¿en qué carajos estaba pensando?”. Otras, parecen escritas por el cabrón que era esta misma mañana.

La nostalgia se sienta en mi sillón, pone los pies sobre la mesa, y me dice:
“¿te acuerdas cuando pensabas que sabías algo de la vida?”

Y bueno… después de cuatro años, he decidido que este blog necesita un descanso. No es un adiós solemne, ni un cierre de ciclo espiritual.
No.
Esto es un coma inducido.
Estará dormido, babeando, medio respirando. Tal vez despierte. Tal vez no.
Lo hará cuando tenga que hacerlo. Como todo lo que vale la pena.

No lo hago porque esté en crisis. Al contrario. Hay demasiadas cosas pasando como para sentarme a teclear el drama interno. He conocido personas increíbles. Borracheras que terminan con el alma fuera de servicio, amistades que se forjan entre risas sucias, demonios que ya no dan tanto miedo. Apliqué a una beca en el extranjero —y la gané, maldita sea—, podría irme en cuarto o quinto semestre.

En marzo me lanzo solo fuera del país por primera vez. Emocionado no describe ni la mitad del asunto. Si no me come un oso o me congelo en algún hostal sin calefacción, prometo reportarme.

Y sí, ya sé, podría estar subiendo fotos, escribiendo posts bonitos, documentando todo. Pero siento que al subir una foto le robas algo al momento. Como si le quitaras el alma y lo volvieras mercancía. Y francamente, prefiero guardarlo en la parte de atrás de mi cabeza. Ahí donde están los buenos recuerdos y los besos que aún saben a cigarro.

Por suerte, en mi vida están quienes tienen que estar. Ni uno más. Ni uno menos.

Y no, no crean que esto es madurar. No me volví un tipo decente ni me peinó la adultez con raya de lado.
Sigo subiendo pendejadas en Facebook.
Y mi canal de YouTube sigue activo, lleno de basura que me enorgullece.

Pero este blog... este blog se apaga un rato. Le bajo la cortina y le dejo una nota:
“descansa, cabrón. Te lo ganaste.”

Me voy por un tiempo. ¿Cuánto? No tengo idea.
Podría regresar mañana. Podría no volver nunca.
Lo sabré cuando me vuelva a doler algo adentro y no haya mejor cura que escribir.

Es tiempo de aire limpio, de nuevas calles, de comidas con sabor extraño, de abrazar a viejos amigos y cruzarme con antiguos amores sin decir palabra.

Me voy.
No como los que se despiden.
Sino como los que simplemente cierran la puerta sin hacer ruido.

Nos vemos del otro lado.
O no.
Quién sabe.


Adiós.

P.D. Los amo mil 

-Un huracán que sigue errante-

domingo, 26 de junio de 2011

Casa de los espíritus, Coacalco.

Hay una casa extraña por mi universidad. En la semana pasé por ahí junto con Toño, Charly y Candido. No tengo idea de que historia tenga, si todo lo que dicen es cierto, si solo es una leyenda urbana ó como en la mayoría de los casos sean solo mentiras e inventos de los lugareños. Solo sé que le llaman "La casa de los espíritus" y "La casa de las gárgolas".

Busqué en internet y no hay mucha información salvo una página que cuenta una leyenda urbana sobre la casa y los primeros 40 segundos de un vídeo de You tube.

La casa tiene la pinta de estar abandonada y en si toda la estructura es muy extraña, tiene figuras humanas, animales, serpientes, algo así como sirenas y demás adornos bastante raros. Al contemplarla por primera vez uno tiene convulsiones y se le mete el demonio uno tiene una sensación extraña y hasta cierto punto, impone un poco.

Y obviamente no podían faltar las fotos;


Toño en pose natural
Toño y Charly
Toño, Charly y yo.
Toño, Candido, Charly y yo

Pero hubo una en especial que me llamo mucho la atención, que comparada con la última foto, se ve claramente un agregado:

 Si le dan click a la imagen, ya en grande, se puede ver entre Toño y Candido algo.

Bueno, ya sabemos que hay que hacer ¿verdad?

¡¡Llamar al papá de Emmanuel!!

No, ya en serio. Si alguien conoce algo de esta casa, déjeme un comentario ó envíeme un correo. Y pues obviamente esperen pronto alguna pendejada relacionada con esto.

viernes, 8 de abril de 2011

jajajajajaajajajaajajaja
ajajajajajaajaajajjaaaaajajajaa
jjjaajajaajajajajaaj



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jajajajajajaajajajjajaajaja
jaajajjajajajajaaaj
jajajajajajajajajjaajajaajajaajajaa (suspiro) ajajajajajajajaajajjajajjajjaaj

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