A veces se nos olvida.
Como se te olvida pagar la renta o sacar la basura un martes por la mañana. Se nos olvida que todos estamos en fila. Que la muerte no es un suceso: es una compañera de viaje. Callada. Puntual. Un poco perra, pero elegante.
La mayoría no está lista. No lo estuvo nunca. Ni para la suya ni para la de los otros. La muerte les llega como una notificación que no querían abrir. Les toma por sorpresa, como si no fuera el único spoiler que todos compartimos. Les asusta. Les aterra. Como si la hubieran visto por primera vez.
Yo no.
Yo la llevo en el bolsillo izquierdo, junto al encendedor y las llaves.
A veces la saco. Le hablo. Le digo:
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“—Qué onda, nena. ¿Ya merito? Dime con tiempo. ” |
Pero no hay respuesta. Sólo esa sonrisa de calavera que tiene. Como quien sabe un secreto y no piensa soltarlo.
La gente anda por ahí creyendo que lo importante es cogerse a alguien, pagar Netflix, tener hijos, tomar fotos en bodas ajenas. Viven como si no estuvieran vivos. Se preocupan más por el plan dental que por su alma. Su vida es una rutina entre dos cafés. Sus cerebros están empacados al vacío, rellenos de ideas prestadas. Dios, patria, dinero, fútbol. Nadie piensa ya. Nadie crea. Nadie baila cuando suena la música buena.
Y cuando llega la muerte —porque siempre llega— lo único que se lleva es polvo. Ya no queda nada que pueda morir.
Y eso sí es una tragedia.
¿Sabes qué odia la muerte?
La risa.
No el sarcasmo. No la burla. No el meme. La risa verdadera. Esa que sale como vómito feliz desde las tripas. Esa la hace temblar. Porque en la risa hay vida. Y valentía.
Hace semanas que no me río.
Algo me roe. No lo veo. No sé si es él o ella. Pero sé que anda cerca. Es el Cazador. No hace ruido, pero ya me está cercando.
Entonces escribo.
Saco a la muerte del bolsillo, la lanzo como pelota contra la pared y la agarro de regreso. Es mi forma de recordarle que sigo aquí. Que estoy peleando. Que aún tengo tinta. Aún tengo furia.
Y mientras eso dure…
Que se joda la muerte.
Es hoy.
Y es hoy.
Y es hoy.