miércoles, 30 de enero de 2013

Y no encontré nada.

Esta noche tengo el alma como un cenicero público.
Envenenado. Meado encima.
Usado por lo cotidiano, desgastado hasta la última neurona funcional.

No sé en qué momento empezó a ganar la multitud. Esa pinche masa gelatinosa llamada Humanidad. Siempre los sentí cerca, pero nunca los entendí. Hoy creo que finalmente me pasaron por encima. Y ni siquiera dolió. Fue más como cuando un taxi pasa sobre un charco y te empapa el pantalón. Asco, sí. Pero uno se acostumbra.

El problema con ellos —nosotros— es que todo es una copia mala de algo que tampoco valía la pena. Nadie improvisa. Nadie se arriesga a un mal poema o a una conversación incómoda. Todo es seguro, todo es predecible. Todo huele a resaca de domingo sin pasión. No hay milagros, ni una línea mal pronunciada que rompa el libreto. Ni una pizca de rebeldía, ni siquiera de ternura salvaje. Ojos, orejas, piernas, sí. Pero vacíos. Como si las almas las hubieran empeñado en una tienda de empeño emocional y nadie fuera a recogerlas.

Extraño los días donde, aunque igual de jodido, al menos buscaba algo. Vagaba por las calles como un perro sin dueño, husmeando emociones ajenas, queriendo encontrar a alguien que me dijera algo que no supiera, que me tocara un nervio nuevo. Pero no. Sólo encontré neones fundidos y miradas huecas.

Nunca tuve un verdadero amigo. Esa es la neta. Todos fueron reflejos momentáneos, sombras en la banqueta, gente que pasaba y me decía "ya me voy" incluso antes de llegar. Las mujeres… bueno. Al principio había un chispazo. Esa ilusión idiota de que esta vez sí. Esta vez será distinta. Y luego la costumbre. Luego las máscaras. Luego las heridas recicladas.

Dejé de buscar a la mujer perfecta desde muy temprano.
Sólo quería una que no me convirtiera en un fantasma más.
Pero ni eso.






lunes, 28 de enero de 2013

Zombies de la vida real

Me gustan los zombies. Mucho.
He matado miles. En juegos, en libros, en cómics, en sueños.
He sobrevivido a hordas, pandemias, laboratorios secretos y ciudades en ruinas. Y estoy seguro, completamente seguro, que si un día despierto y el mundo se fue al carajo, y los muertos caminan por Reforma o Insurgentes, yo sobrevivo. Con estilo.

Pero eso no es lo que me da miedo.

Lo que de verdad me aterra no son los zombies de carne podrida.

Lo que me da miedo... son los zombies de la vida real.

Y no me refiero a la metáfora vacía que usan para hablar de "gente sin metas".
Me refiero a mis amigos. Mis compas. Los de siempre.
Los que un día eran brillantes, graciosos, sin filtros.
Y de repente... click... se transformaron.

Ahora son... eso.
Una especie rara de muerto viviente con corbata, esposa y cita con el SAT.
Zombies que sólo hablan de trabajo, juntas, "mi vieja" y préstamos para remodelar el baño.

Me gustaría saber cuándo fue que los mordieron.
Porque yo no lo vi venir.
Nadie gritó. Nadie pidió ayuda.
Un día simplemente dejaron de ser quienes eran, y se convirtieron en versiones apagadas de sí mismos.
Zombies godínez.
Zombies con sueldo quincenal.
Zombies con coche familiar, a meses sin intereses.

Y no es envidia.
Ni tampoco odio.
Es... duelo.
Porque perdí amigos. Porque los extraño.
Porque los miro y no están. Están sus cuerpos, pero sus risas, sus ideas, su hambre por vivir… todo eso ya se murió.

Y lo peor es que tengo miedo de ser el siguiente.

Miedo de despertarme un día con una taza de café, feliz de que es primero de mayo y no fui a laborar.
Miedo de emocionarme porque me dieron vales de despensa.
Miedo de que mi máximo placer semanal sea ir a Costco con mi pareja a ver si ya bajó la licuadora.

Tengo pavor de dejar de ser el idiota que aún se siente de 15 años, el que cree que el mundo puede ser algo más que una rutina entre oficina y recibo de luz.
Tal vez por eso no encajo.
Tal vez por eso no me invitan a los bautizos ni a las videollamadas


Así mero

Y no estoy diciendo que todos deberíamos renunciar y volvernos mochileros veganos en Sri Lanka.
Sé que hay que trabajar. Sé que hay que pagar renta.
Pero hay algo que se está perdiendo. Algo valioso.
La rabia. El deseo. El impulso.

Y eso es lo que más miedo me da de este apocalipsis.
Porque, en el de los videojuegos, los zombies te muerden.
Pero en la vida real… te convencen.
Con frases como:
“Es parte de crecer”.
“Ya es hora de madurar”.
“Oye, ¿ya checaste tu Afore?”

Y cuando menos lo piensas… ya estás muerto por dentro.
Pero con seguro de gastos médicos.


Brrrr...

Como escuché una vez a un morrillo gringo en medio de una partida de Left 4 Dead, y con la dignidad que da un rifle de escopeta en mano:

"Killing zombies is my business… and business is fucking good."

lunes, 21 de enero de 2013

Es hoy.

A veces se nos olvida.
Como se te olvida pagar la renta o sacar la basura un martes por la mañana. Se nos olvida que todos estamos en fila. Que la muerte no es un suceso: es una compañera de viaje. Callada. Puntual. Un poco perra, pero elegante.

La mayoría no está lista. No lo estuvo nunca. Ni para la suya ni para la de los otros. La muerte les llega como una notificación que no querían abrir. Les toma por sorpresa, como si no fuera el único spoiler que todos compartimos. Les asusta. Les aterra. Como si la hubieran visto por primera vez.
Yo no.
Yo la llevo en el bolsillo izquierdo, junto al encendedor y las llaves.

A veces la saco. Le hablo. Le digo:


“—Qué onda, nena. ¿Ya merito? Dime con tiempo. ”

Pero no hay respuesta. Sólo esa sonrisa de calavera que tiene. Como quien sabe un secreto y no piensa soltarlo.

La gente anda por ahí creyendo que lo importante es cogerse a alguien, pagar Netflix, tener hijos, tomar fotos en bodas ajenas. Viven como si no estuvieran vivos. Se preocupan más por el plan dental que por su alma. Su vida es una rutina entre dos cafés. Sus cerebros están empacados al vacío, rellenos de ideas prestadas. Dios, patria, dinero, fútbol. Nadie piensa ya. Nadie crea. Nadie baila cuando suena la música buena.

Y cuando llega la muerte —porque siempre llega— lo único que se lleva es polvo. Ya no queda nada que pueda morir.
Y eso sí es una tragedia.

¿Sabes qué odia la muerte?
La risa.
No el sarcasmo. No la burla. No el meme. La risa verdadera. Esa que sale como vómito feliz desde las tripas. Esa la hace temblar. Porque en la risa hay vida. Y valentía.

Hace semanas que no me río.
Algo me roe. No lo veo. No sé si es él o ella. Pero sé que anda cerca. Es el Cazador. No hace ruido, pero ya me está cercando.

Entonces escribo.
Saco a la muerte del bolsillo, la lanzo como pelota contra la pared y la agarro de regreso. Es mi forma de recordarle que sigo aquí. Que estoy peleando. Que aún tengo tinta. Aún tengo furia.
Y mientras eso dure…
Que se joda la muerte.

Es hoy.
Y es hoy.
Y es hoy.

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