Esta noche tengo el alma como un cenicero público.
Envenenado. Meado encima.
Usado por lo cotidiano, desgastado hasta la última neurona funcional.
No sé en qué momento empezó a ganar la multitud. Esa pinche masa gelatinosa llamada Humanidad. Siempre los sentí cerca, pero nunca los entendí. Hoy creo que finalmente me pasaron por encima. Y ni siquiera dolió. Fue más como cuando un taxi pasa sobre un charco y te empapa el pantalón. Asco, sí. Pero uno se acostumbra.
El problema con ellos —nosotros— es que todo es una copia mala de algo que tampoco valía la pena. Nadie improvisa. Nadie se arriesga a un mal poema o a una conversación incómoda. Todo es seguro, todo es predecible. Todo huele a resaca de domingo sin pasión. No hay milagros, ni una línea mal pronunciada que rompa el libreto. Ni una pizca de rebeldía, ni siquiera de ternura salvaje. Ojos, orejas, piernas, sí. Pero vacíos. Como si las almas las hubieran empeñado en una tienda de empeño emocional y nadie fuera a recogerlas.
Extraño los días donde, aunque igual de jodido, al menos buscaba algo. Vagaba por las calles como un perro sin dueño, husmeando emociones ajenas, queriendo encontrar a alguien que me dijera algo que no supiera, que me tocara un nervio nuevo. Pero no. Sólo encontré neones fundidos y miradas huecas.
Nunca tuve un verdadero amigo. Esa es la neta. Todos fueron reflejos momentáneos, sombras en la banqueta, gente que pasaba y me decía "ya me voy" incluso antes de llegar. Las mujeres… bueno. Al principio había un chispazo. Esa ilusión idiota de que esta vez sí. Esta vez será distinta. Y luego la costumbre. Luego las máscaras. Luego las heridas recicladas.
Dejé de buscar a la mujer perfecta desde muy temprano.
Sólo quería una que no me convirtiera en un fantasma más.
Pero ni eso.