El mar era un jugo gástrico
acido hambriento de sangre
y a mi corazón elástico
alguien puso un impermeable.
El aire era un vaho fétido
húmeda peste infectante
y a mi corazón famélico
alguien dio un desodorante.
La calle era un rio de vomito
de espuma espesa y vinagre
mi cuerpo ansiaba un vehículo
y alguien le pago el pasaje.
Y un dios que era hidrocéfalico
degollaba desiguales;
y a mi alma, que era bicéfala,
alguien la hizo invulnerable.
Y alguien hizo que mi pena
pesara como una pluma
y deposito mis huesos
en un fragmento de espuma
y me inscribió a un kinder garden
en los cuernos de la luna...
alguien que llego y se fue
(violetas sobre mi tumba).
Ayer fui al taller 75° Color. Para ver y conocer a José Quintero, de quien soy admirador de su trabajo desde que llegaron por primera vez a mis pre adolescentes manos sus trabajos en la revista de la Mosca en la pared, obviamente no eran cosas actuales, yo lo vi en números atrasados porque coleccionaba aquella revista algún amigo —que ahora debe ser contador, o coach de vida, o ambas cosas— al que seguramente nunca se las pude robar. En ese entonces, Quintero era uno más: otro cabrón que publicaba monitos en una revista que leían cuatro gatos. No era “admiración”, era más como... reconocimiento. Como cuando ves a alguien hacer algo que tú no sabes ni cómo empezar a intentar. Lo de siempre: uno frente al espejo ajeno.
Y no fue hasta hace unos seis, siete años, que volví a toparme con su trabajo:
Yessica me lo regalo por mi cumpleaños junto con una dedicatoria que aún hace que se me ponga la piel de gallina. Desde entonces amé a Buba. Amé aún más el gesto. A veces fingía que no entendía algunas páginas y mostraba el libro a otras personas, esperando que vieran lo que yo veía, que sintieran el mismo hueco en el pecho. Pero no. Salvo una excepción —rara, como un eclipse en martes—, la mayoría solo hojeaba el libro como si estuviera lleno de instrucciones para armar un mueble sueco. Ya no finjo demencia. Hay cosas que no se explican. Y menos a cualquiera.
Cuando me enteré de que José Quintero —el tipo detrás de Buba— iba a estar en el Taller 75° Color, algo dentro de mí se activó. No era entusiasmo, era más como... un deber. Un regreso. Una forma de decir “gracias” sin parecer cursi. Quería que me firmara mi libro de Buba. A pero como Don pendejo los sábados va al ingles no lo metió a la mochila y se acordó cuando iba en el metro.
Ya estaba ahí. Ya no había vuelta. Si no podía tener la firma en mi libro, entonces buscaría otra forma de capturar el momento. Aunque fuera en mi cuaderno de inglés, entre verbos irregulares y rayones de ocio. Por suerte, estaban vendiendo su nuevo libro: El Pote. Me lancé. Literal. Me amontoné. Porque hay gente sin alma que no conoce el concepto de “fila”.
El tipo es sencillísimo y súper amable. Le conté la historia del otro libro. Le hablé de Yessica. De la dedicatoria. Del frío que me da cada vez que la leo. Firmo mi libro de "El Pote", me firmo un cromo enorme de Caronte con Buba (Que pienso mandar enmarcar, no voy a cometer el crimen de pegarlo con Diurex, no soy ese tipo de monstruo) y me firmo dos pequeñas postales para Lalo y Aracely. Fui feliz, lo único que me falto fue tomarme una foto con él, pero iba solo.
Así que no hubo foto.
Pero sí hubo memoria. Y, a veces, eso es más que suficiente.
Y juro por los veinticuatro testículos de los doce apóstoles que en la siguiente oportunidad se firmará mi otro libro. Y si a alguien le interesa leer a Buba, AQUÍ hay una descarga gratuita.