Hoy fui al billar. Bueno, en la tarde. Aunque también fui en la mañana, pero esa es otra historia con más sueño y menos gracia.
La cosa es que en la tarde volví con unos amigos. Esos que tienen más historias que dientes sanos, más risas que cuentas bancarias. Y ahí, con la tiza entre los dedos y el taco en la mano, volví a sentirlo: ese placer chiquito pero preciso que solo el billar me da.
Esa felicidad rara que no tiene nombre, pero se mete en los huesos.
El lugar olía a cigarro viejo, a grasa, a derrota de lunes, y aun así me encantaba. La música de fondo era de ese tipo que suena igual en una cantina de mala muerte y en un table barato: reguetón con trauma, cumbias con sudor, algo de rock oxidado.
Todo sonaba a ella.
Sí. Porque incluso ahí, entre bolas numeradas y cervezas tibias, ella estaba en mi cabeza.
No diciendo nada. Solo estando.
Como si cada carambola fuera una forma fallida de decirle que la extraño.
O que la necesito.
O que ya no sé cómo no pensar en ella, incluso cuando sonrío con los otros.
Y nadie lo entiende.
Nadie tiene por qué hacerlo, tampoco.
Pero para mí, esta combinación absurda —billar, humo, cerveza barata y su imagen apareciendo entre los huecos de la música— es también una forma de ser feliz.
Una de las pocas que me quedan, quizá.
2 comentarios:
no mames luego t kejas d k t disen raro
¬¬
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